PLANIFICAR EL POGO: CUANDO EL ROCK SE VOLVIÓ AGENDA


Y otras formas modernas de perder la espontaneidad

Antes ibas a un concierto como quien se topa con una tormenta: lo veías venir y te metías de lleno. Hoy necesitas brújula, previsión y Google Calendar. Las entradas para ver a bandas que aún están construyendo su camino salen con meses de antelación, y si decides esperar a ver cómo tienes el cuerpo ese finde… buena suerte. Igual te quedas fuera. O igual te comes la entrada con patatas.

Y no hablamos de macroeventos. Hablamos de conciertos en salas pequeñas o medianas, con bandas que aún no mueven multitudes. Pero ahí estás tú, decidiendo tres meses antes si en abril estarás libre, motivado, con pasta y sin contratiempos para ver un bolo con aforo de 200. Bienvenido a la nueva normalidad del rock.

El ejemplo más reciente: Linaje en la Peter Rock. Una banda con un disco, sí, pero con las entradas volando como si fuera la gira de despedida. Apuramos. Mal. Conseguimos dos de cuatro. Estafa por Instagram incluida (¡saludos, crack!). A cuatro horas del concierto, pescamos la tercera. Y la cuarta… apareció en la previa, en el bar, preguntando con la cara por delante y la fe puesta en la parroquia. Nos la vendieron a precio justo, como debe ser. Los cuatro dentro. Pero el desgaste no fue por el pogo, fue por el proceso.

Y mientras se agotan entradas con tres meses de margen, los conciertos se adelantan. Ya no empiezan a las diez. Ahora arrancan a las ocho o incluso antes. ¿Motivo? Las salas necesitan seguir funcionando como pubs, y para eso hay que vaciar la pista antes de que llegue la noche de cubatas. Resultado: cenas atropelladas, kebabs de resaca precoz y esa sensación de que el concierto fue el telonero de otra cosa.

Los músicos tampoco salen indemnes. Muchos pagan por tocar. Literal. Entre alquiler de sala, técnico, promoción y desplazamiento, el bolo sale a deber. Pero ahí están, tocando como si fuera la última vez, en salas donde aún se puede mirar a los ojos del que canta. Y menos mal que lo hacen, porque sin eso, no queda casi nada.

Sí, necesitamos a las salas. Pero también necesitamos un modelo que no mate la improvisación, ni convierta cada concierto en una operación logística. Y lo mismo va para el público: o nos adaptamos a este nuevo sistema o empezamos a exigir otra forma de hacer las cosas. Porque si ir a un bolo se parece demasiado a reservar mesa en un restaurante… algo se está perdiendo.

¿Y tú qué prefieres: planificar el pogo o recuperar la improvisación? Lo hablamos en la previa… si hay sitio en el bar.

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